Vivir en el
Defe no te hace mejor persona —si algo, acaso, podrá hacerte peor.
La verdad es
que las calles nunca te invitan a caminarlas, ninguno de sus innumerables
adoquines, ni ninguna fracción de asfalto se muestra ante ti como un lugar
dispuesto a recibirte, por el contrario, esta ciudad rechaza la suela del
transeúnte, que la hiere un poco más cada vez.
La verdad es
que la ciudad te rechaza constantemente, por todos lados flota un olor
ofensivo, que se arremolina antes de llegar a los grandes ejes viales y de ahí
se esparce a todas direcciones.
Por todas
partes se escucha el estruendo de los gritos que buscan el alimento, el amor,
el descanso.
No hay
sitio, en esta ciudad, que no clame por sus habitantes desaparecidos, y por la
gente desaparecida en general, gente que rechazó, o habría rechazado a la
ciudad, como ella lo hizo, o habría hecho, pero que no por eso nos duelen menos
-a la ciudad, a nosotros; a este suelo y este cielo.
La verdad es
que esta ciudad intenta cegarte, a cada vuelta de esquina, hay un espectáculo
indecible, e invisible algunas veces, de luces, sombras, colores, texturas,
ruidos, olores, sabores, que te interpelan violentamente, tan desde siempre que
ya no asombra a los oriundos.
Por todas
partes se escuchan bocinas desvencijadas, motores desvencijados, pasos
desvencijados, corazones desvencijados, y el desvencijado mecanismo del
desvencijado reloj que lleva la cuenta, regresiva, pues que, en esta ciudad,
todos sabemos que los días están contados (aunque no sepamos cuántos
son).
No hay
sitio, en esta oxidad ciudad, que no eche sobre el pasante el manto oscuro del
olvido, la desesperanza y el miedo cotidianos.
No hay nadie
en esta ciudad que no haya deseado matar, matar y perderse entre las calles
tiernas que aparecen como una hermosa fosa para los apresurados delincuentes.
Pero no es que esta ciudad acoja a los pillos, es sólo que ellos acogen a la
ciudad, como también lo hacen los borrachos, los perdidos, y de una u otra
forma, todos sus habitantes, aún cuando la desprecian por presentar tan
horrible composición a ese suelo y ese cielo.
La verdad es
que la ciudad está muerta, y no forma parte sino de un inmenso cementerio, que
está segmentado en fosas secretas por aquí y por allá -allá por el occidente,
hacia el sur, allá por el norte, allá por el sur, hacia el oriente- y fosas
declaradas como tales, por allá y por aquí.
Por todas
partes se sabe que la ciudad es más árida e infértil que aquellos enormes e
inclementes desiertos del mundo, y es quizá más mortífera, pues aquí escasea el
alimento del alma.
No hay sitio
en esta ciudad que ofrezca reposo para nosotros, los que buscamos a Dios en un
charco, los que quisiéramos atravesar el reflejo. Y cuando nos preguntan por
nuestras botas llenas de lodo, sólo sonreímos.
No hay nadie
en esta ciudad que haya sobrevivido a esta ciudad, y no habrá, quizá, nadie que
pueda hacerlo mientras la ciudad se encuentre bajo este cielo, sobre este
suelo.
La verdad es
que la ciudad ha estado muerta por mucho tiempo, como lo han estado sus
primeros habitantes desde muchísimo tiempo.
Es, tal vez,
por esto que la ciudad nos rechaza con tal vehemencia, rogando por un descanso
que no viene, como el cadáver que debe soportar el escrutinio del
embalsamador.
Es, tal vez,
por esto que las rosas de los balcones se marchitan con las primeras
exhalaciones matutinas de las coladeras -respiraderos de recuerdos subterráneos
(Y el niño le preguntó con los ojos llenos de lágrimas: "¿Y si dejo de
acordarme de él?").
Es, tal vez,
por esto que nosotros abrazamos la ciudad con tal vehemencia, aplazando una
separación que sabemos inminente, como el niño que se aferra a la mano de su
madre, a veces.
Es, tal vez,
por esto que la ciudad nos deja recorrerla ("Ámame sólo esta noche" o
algo así, decía una canción), perdernos entre el asfalto que nos apresa entre
este suelo y aquel cielo.
La verdad es
que morir en el Defe no te hace mejor persona.