domingo, 26 de octubre de 2014

D.F.







Vivir en el Defe no te hace mejor persona —si algo, acaso, podrá hacerte peor.


La verdad es que las calles nunca te invitan a caminarlas, ninguno de sus innumerables adoquines, ni ninguna fracción de asfalto se muestra ante ti como un lugar dispuesto a recibirte, por el contrario, esta ciudad rechaza la suela del transeúnte, que la hiere un poco más cada vez.

La verdad es que la ciudad te rechaza constantemente, por todos lados flota un olor ofensivo, que se arremolina antes de llegar a los grandes ejes viales y de ahí se esparce a todas direcciones. 
Por todas partes se escucha el estruendo de los gritos que buscan el alimento, el amor, el descanso. 
No hay sitio, en esta ciudad, que no clame por sus habitantes desaparecidos, y por la gente desaparecida en general, gente que rechazó, o habría rechazado a la ciudad, como ella lo hizo, o habría hecho, pero que no por eso nos duelen menos -a la ciudad, a nosotros; a este suelo y este cielo.

La verdad es que esta ciudad intenta cegarte, a cada vuelta de esquina, hay un espectáculo indecible, e invisible algunas veces, de luces, sombras, colores, texturas, ruidos, olores, sabores, que te interpelan violentamente, tan desde siempre que ya no asombra a los oriundos. 
Por todas partes se escuchan bocinas desvencijadas, motores desvencijados, pasos desvencijados, corazones desvencijados, y el desvencijado mecanismo del desvencijado reloj que lleva la cuenta, regresiva, pues que, en esta ciudad, todos sabemos que los días están contados (aunque no sepamos cuántos son). 
No hay sitio, en esta oxidad ciudad, que no eche sobre el pasante el manto oscuro del olvido, la desesperanza y el miedo cotidianos. 
No hay nadie en esta ciudad que no haya deseado matar, matar y perderse entre las calles tiernas que aparecen como una hermosa fosa para los apresurados delincuentes. Pero no es que esta ciudad acoja a los pillos, es sólo que ellos acogen a la ciudad, como también lo hacen los borrachos, los perdidos, y de una u otra forma, todos sus habitantes, aún cuando la desprecian por presentar tan horrible composición a ese suelo y ese cielo.

La verdad es que la ciudad está muerta, y no forma parte sino de un inmenso cementerio, que está segmentado en fosas secretas por aquí y por allá -allá por el occidente, hacia el sur, allá por el norte, allá por el sur, hacia el oriente- y fosas declaradas como tales, por allá y por aquí. 
Por todas partes se sabe que la ciudad es más árida e infértil que aquellos enormes e inclementes desiertos del mundo, y es quizá más mortífera, pues aquí escasea el alimento del alma. 
No hay sitio en esta ciudad que ofrezca reposo para nosotros, los que buscamos a Dios en un charco, los que quisiéramos atravesar el reflejo. Y cuando nos preguntan por nuestras botas llenas de lodo, sólo sonreímos. 
No hay nadie en esta ciudad que haya sobrevivido a esta ciudad, y no habrá, quizá, nadie que pueda hacerlo mientras la ciudad se encuentre bajo este cielo, sobre este suelo.

La verdad es que la ciudad ha estado muerta por mucho tiempo, como lo han estado sus primeros habitantes desde muchísimo tiempo. 
Es, tal vez, por esto que la ciudad nos rechaza con tal vehemencia, rogando por un descanso que no viene, como el cadáver que debe soportar el escrutinio del embalsamador. 
Es, tal vez, por esto que las rosas de los balcones se marchitan con las primeras exhalaciones matutinas de las coladeras -respiraderos de recuerdos subterráneos (Y el niño le preguntó con los ojos llenos de lágrimas: "¿Y si dejo de acordarme de él?"). 
Es, tal vez, por esto que nosotros abrazamos la ciudad con tal vehemencia, aplazando una separación que sabemos inminente, como el niño que se aferra a la mano de su madre, a veces. 

Es, tal vez, por esto que la ciudad nos deja recorrerla ("Ámame sólo esta noche" o algo así, decía una canción), perdernos entre el asfalto que nos apresa entre este suelo y aquel cielo.

La verdad es que morir en el Defe no te hace mejor persona.